REVISTA CHAKIÑAN, 2017, Nº.2, JUNIO, (110-125)
ISSN 2550-6722
En consecuencia, los años veinte estuvieron
dedicados a la americanización de Latinoa-
mérica, la profundización de las conexiones
económicas entre el Sur y el Norte, crear una
imagen favorable del sueño americano
mediante el cine y en concreto a mantener y
aumentar la hegemonía estadounidense en el
continente.
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Latinoamérica primer escenario de la
geopolítica y hegemonía estadounidense
En contraste con el imperialismo ejecutado
por las potencias europeas en siglos anterio-
res, cuyo procedimiento se basaba en esta-
blecer, por medio de conquistas, colonias o
factorías en lugares comúnmente alejados de
su metrópolis, en Estados Unidos se podría
hablar de una geopolítica del imperio que no
consistía en la expansión territorial, sino en
la ampliación e ingreso del capital financiero
en especial del sector privado a diferentes
países.
Como resultado, las multinacionales sirvie-
ron de punta de lanza en lugar del ejército,
pero gozaron de pleno apoyo de las fuerzas
armadas y políticas del país, sin embargo,
Estados Unidos sí vivió un momento inicial
de expansionismo directo, durante el cual
arrebató a México la mitad de su territorio,
estableció un protectorado en Puerto Rico,
Cuba y Filipinas, se anexó Hawái, Guam,
Samoa Americana y compró diferentes terri-
torios a países europeos como Luisiana y
Alaska.
Este expansionismo respondía a dos objeti-
vos principales: en primer lugar avanzar
hacia su zona de expansión natural que iba
desde el Atlántico hasta el Pacifico, encon-
trándose con mexicanos y nativos indígenas
a los que consideraban ciertamente inferio-
res y un sacrificio necesario para la misión
civilizadora estadounidense. Por otro lado,
su presencia en el Pacífico y el Caribe
responde a la necesidad de poseer bases de
avanzada para sustentar su floreciente
comercio y mantener su capacidad militar
activa, con miras a responder a cualquier
agresión o negativa de algún pueblo no
deseoso de mantener relaciones comerciales.
Ejemplo de esto fueron las acciones intimi-
dantes de la flota al mando del comodoro
Matthew C. Perry entre 1853-1854, al puerto
japonés de Okinawa para obtener una conce-
sión minera y privilegios comerciales. El
mismo caso se repite en 1859 en China para
proteger intereses estadounidenses en Shan-
ghái, y en 1860 durante la rebelión indígena
en Kissembo contra Portugal, que ponía en
riesgo la vida y propiedad de nacionales
radicados en Angola. Lo mismo podría
decirse de sus intervenciones en Argentina,
Nicaragua, Haití, Uruguay, Republica
Dominicana etc., mostrando que la prioridad
del país a ser controlar puntos estratégicos
que le permitiesen desplegar su potencia de
manera clara y contundente en cualquier
coordenada (Fonseca 2013).
¿Pero qué se entiende por Hegemonía?, para
responder esta pregunta es imprescindible
analizar los aportes teóricos realizados por el
italiano Antonio Gramsci en textos como
“Cuadernos de la cárcel” (1932), donde
proporciona herramientas conceptuales que
permiten explicar en el transcurso de la
historia las dinámicas ejercidas por los
grupos o clases sociales prominentes parar
validar su dominación sobre otros.
Dentro de los instrumentos que propone
Gramsci para llevar a cabo este objetivo, se
encuentra el uso de mecanismos políticos y
culturales que permitan implementar una
dialéctica entre coerción y consenso a fin de
legitimar un orden particular de la sociedad,
en este sentido la cultura y la educación
cobran un valor mucho más importante que
las posturas economicistas de la historia y la
política.
Así, la hegemonía jamás puede renunciar a
la coerción y la violencia, pero estas deben
estar mediadas por fórmulas de aceptación
del poder y dominación voluntaria o consen-
sual de los subalternos, encargados de otor-
gar legitimidad al sistema que desea validar-
se o imponerse, para que pueda consolidarse
una interacción fluida entre dominados y
dominadores bajo las reglas de los primeros.
En concreto, la hegemonía consiste en
convertir los valores y cosmogonías propias
de los entes dominantes en una especie de
sentido común compartido por los domina-
dos, que terminan por aceptar sus condicio-
nes como algo necesario o útil, justificando
así la presencia y poder de los centros hege-
mónicos.
De aquí que para Gramsci las instancias
superiores articulan su dominación no solo
con el poder material, sino por el uso de una
serie de estrategias culturales, instituciona-
les y cotidianas que aseguren la cohesión
indispensable para conseguir las metas plan-
teadas desde los grupos sociales, países u
organizaciones hegemónicas. Esto no quiere
decir que no existan conflictos, sino que de
aparecer pueden ser tramitados mediante el
aprovechamiento de aquellos parámetros
sociales que no amenacen la continuidad del
estatus quo (Gruppi 1978).
Como concepto la hegemonía ha sufrido
múltiples mutaciones que se han alimentado
de pensadores de la talla de Alfonso Klauer,
quien la definió de la siguiente manera: “He-
gemonía es el dominio (permanente o transi-
torio) que ejerce un pueblo, nación y/o
Estado (hegemónico) sobre otro u otros
pueblos, naciones y/o Estados (dominados),
y a través del que aquél hace prevalecer sus
intereses (territoriales, económicos, cultura-
les, etc.)” (Klauer 2003:36).
Además, “el pueblo dominante hace preva-
lecer sus intereses ante los pueblos domina-
dos sin que se dé sojuzgamiento y en parti-
cular, el que se obtiene con la ocupación
militar del territorio” (Klauer 2003:36). En
esta teoría de las relaciones hegemónicas no
se intenta desarticular los aparatos estatales
de los pueblos dominados, recurriendo a esta
medida solo en casos específicos que tienen
un carácter de contingencia.
La hegemonía puede darse por lo tanto en
aspectos estructurales o cotidianos, que en
mayor o menor medida configuran el actuar
de otra sociedad (Morales 2014). Para Esta-
dos Unidos, la hegemonía militar solo cum-
plía un papel instrumental a la hora de abrir
las fronteras comerciales, mantener el dere-
cho a comerciar de los neutrales, obtener
buenas condiciones para la explotación de
materias primas, derribar aranceles o cons-
truir infraestructuras transcendentales para
el desarrollo económico estadounidense.
Actuar que se ve reflejado en el apoyo a la
secesión panameña de Colombia, cuya
concreción significó unir las dos costas de
Norteamérica en un tiempo hasta entonces
record que revolucionaria el comercio inter-
nacional (Galvis 1920).
En contraste, la hegemonía económica trae
consigo mejores réditos y puede llegar a
mermar los costos sociales y económicos en
comparación con la conquista militar,
aunque seguiría teniendo una consideración
antidemocrática y asimétrica, donde se
evidencia la arbitrariedad y el abuso bien sea
de forma descarada o sutil. En este sentido,
el adelanto significativo de los Estados
Unidos en temas científicos, técnicos y
tecnológicos, le ha brindado una ventaja
extraordinaria frente a los países que lo
rodean y aun en paridad con las naciones
más desarrolladas.
Esta superioridad le ha permitido aplicar con
bastante eficacia sus progresos a sectores
indispensables para la economía internacio-
nal como la industria, la educación, las
telecomunicaciones, la propaganda, el
comercio, las finanzas, etc., convirtiéndose
con el tiempo en una autoridad global al
momento de establecer regulaciones o tomar
decisiones a nivel planetario. Sin mencionar
que aseguró la dependencia tecnológica de
continentes enteros, convirtiéndolo en el
socio comercial por excelencia para el
hemisferio americano en una condición
providencial.
Desde el comienzo, Estados Unidos fue
consciente de que para crecer era forzoso
mantener controlada su área de influencia
inmediata, su lema América para los ameri-
canos, simboliza su aspiración a ser la poten-
cia que encabezaría el desarrollo del conti-
nente. Pero este postulado no guardaba
únicamente un sentido moral y civilizador,
para Immanuel Wallerstein en su libro “La
decadencia del poder estadounidense” (Wa-
llerstein 2003), la hegemonía se entiende
como “mucho más que el liderato, pero
menos que un imperio en el sentido estricto
del término.
El poder hegemónico impone sus reglas en
el sistema internacional, creando un nuevo
orden público” (Wallerstein 2003:32). El
proyecto de hacer del mundo Inglaterra
cedió su puesto a la americanización de las
sociedades, meta que se emprendió de
manera tímida en unos orígenes marcados
por grandes intervalos de aislacionismo.
Los eventos que cambiarían todo fueron la
Primera Guerra Mundial y en especial la
Segunda Guerra Mundial, donde Estados
Unidos se posicionó en un rol hegemónico
bastante predecible al observar su evolución
económica desbordada a finales del siglo
XIX e inicios del XX, que culminó con su
participación en la creación de un siste-
ma-mundo capitalista después de 1945.
La creación de organizaciones internaciona-
les fue otro de los métodos políticos usados
por los Estados Unidos, para perpetuar un
control hegemónico sobre muchas naciones.
Los países Latinoamericanos (aunque esto
incluye a todo el tercer mundo y las poten-
cias medias) sumidos en el atraso económi-
co, industrial y de infraestructura, sumado a
profundas crisis de legitimidad o guerras
internas y externas, recurrían y recurren, a
costa de su autonomía, a préstamos, asesoría
o reconocimiento de organismos orquesta-
dos o influenciados por Estados Unidos
como: la Organización de las Naciones
Unidas, el Banco Mundial, el Fondo Mone-
tario Internacional y la Organización del
Tratado de Atlántico Norte.
Ana Esther Ceceña, explica con gran clari-
dad el efecto de estos organismos internacio-
nales al afirmar que: “la hegemonía es una
categoría que se ha ido formando de sentidos
y contenidos diversos” (Ceceña 2004:34), lo
que “lleva a concebir la hegemonía: como la
capacidad para generalizar una visión del
mundo” (Ceceña 2004:35). En esta concep-
ción se basó la firme creencia de que Lati-
noamérica y el Caribe constituían una espe-
cie de área de exclusividad, donde los esta-
dounidenses desplegarían todo su potencial
material y espiritual en oposición a la enve-
jecida Europa.
El éxito de la política exterior estadouniden-
se radicó en la comprensión de que para
construir y mantener su hegemonía, debía
conservar su ventaja más importante, el
acceso privilegiado a los recursos naturales
de Latinoamérica y progresivamente del
globo terráqueo. Esto repercutió en una
buena organización militar y el aprovecha-
miento ideológico de su ascendencia anglo-
sajona, que le dotó de justificación moral
para ejercer una dominación efectiva desde
las bases ideológicas del capitalismo. Su
maquinaria industrial dependía del correcto
ejercicio de esta hegemonía, al requerir de
un flujo imparable de materias primas, mano
de obra y mercados dispuestos a consumir
sus excedentes productivos, que podían ser
amenazados por gobiernos nacionalistas,
izquierdistas o potencias rivales.
Del mercado interno al comercio interna-
cional
Luego del fin de la guerra de secesión esta-
dounidense, se presentó un aumento desme-
surado en la producción industrial y agrícola
en el país, que pasó a cubrir una demanda
interna creciente debido a aspectos que van
desde la colonización del Oeste, la construc-
ción de infraestructuras, hasta la implemen-
tación de nuevas tecnologías. Desde el inicio
su economía no dependió demasiado de
naciones extranjeras, salvo tal vez del ingre-
so de algunas materias primas. Pese a esto, a
finales del siglo XIX se temía que la súper
productividad de las fábricas y fincas, no
pudiese venderse recurriendo únicamente al
gigantesco mercado doméstico, obligando a
los políticos y empresarios a mirar hacia
afuera.
En esta atmósfera de cambio surgieron
teorías como las de Frederick Jackson
Turner, quien afirmó que la particularidad
del pueblo estadounidense se fundamentaba
en la existencia de tierras sin colonizar en las
que podía respaldarse el desarrollo del país
(Turner 1987). El modo de vida americano
pasó a sustentarse en la posibilidad de
anexionar fronteras al territorio nacional,
por lo que la culminación de la conquista del
Oeste amenazaba con anular su espíritu
emprendedor.
Se comenzó a pensar en la inevitabilidad de
buscar alternativas de expansión que mantu-
viesen la tan querida superioridad norteame-
ricana. Políticos como Brooks Adams publi-
caron ideas acerca de la ley de la civilización
y la decadencia, donde se esbozaba el hecho
de que sólo “la expansión podía restituir las
reservas de energía que el país necesitaba”
(Jiménez 2006:81). A su vez, se presentó un
cambio de filosofía que modificaría tradicio-
nes políticas entre las que se encuentra la
Doctrina Monroe, que pasó de una función
defensiva a un Corolario Roosevelt cuya
meta era servir de instrumento justificativo
de la intervención estadounidense en Améri-
ca Latina.
Obras como la de Alfred Thayer Mahan
“Influencia del poder marítimo en la Histo-
ria, 1660-1783” (Thayer 1890), comenzaron
a tener una gran influencia al defender la
tesis de que el auge y caída de todos los
imperios del pasado, podía analizarse a
través del dominio que ejercían en los mares,
argumento que tuvo una acogida y repercu-
sión absoluta dentro de los Estados Unidos,
pero también en las principales naciones
europeas.
En pocos años este texto logró influir en la
política interior norteamericana, que fijó su
objetivo en la construcción de una fuerte
marina mercante y de guerra, respaldada por
la posesión de plazas estratégicas alrededor
del mundo. Para el almirante, la carencia de
enclaves coloniales o militares en el exterior,
se traduciría en que los barcos de guerra en
una situación de conflicto no serían más que
pájaros terrestres, incapaces de volar lejos
de sus propias costas. Poseer lugares de
aprovisionamiento donde los barcos pudie-
sen realizar escala, ser reparados y abaste-
cerse de carbón, municiones y hombres,
sería una tarea urgente para cualquier
gobierno que se propusiera consolidar el
poder nacional en el mar.
Rápidamente la mayor parte de la opinión
pública guiada por los medios de comunica-
ción, se manifestó favorable a las posturas
de los llamados imperialistas y sus máximas
intelectuales derivadas del darwinismo
social y de obras como las del almirante
Mahan, que divulgaban las necesidades
estratégicas de la expansión. Sectores
productivos entre los que se podrían mencio-
nar empresarios y agricultores, al poseer
grandes inversiones e intereses en el exterior
y después de un periodo inicial de escepti-
cismo, terminaron por aceptar estas doctri-
nas intentando tomar partida de las campa-
ñas intervencionistas emprendidas por el
Estado.
Cuestión que preparó el escenario para que
los grandes gremios económicos presiona-
ran al gobierno para cambiar las políticas
comerciales, en pos de propiciar la apertura
de mercados en ultramar en un esfuerzo que
no siempre podía ser llevado a cabo con
acciones pacíficas o diplomáticas. De modo
que el deseo de tener las Puertas Abiertas en
China y monopolizar los mercados latinoa-
mericanos, inscribió activamente a los Esta-
dos Unidos en la política y el gobierno mun-
dial, aumentando sus exportaciones siete
veces entre 1860 y 1914 pero siendo poco el
abandono de su tradición proteccionista.
Tras el boom del capital financiero progresi-
vamente se fortaleció la posición interna y
externa de los Estados Unidos, quien no
redujo su influencia sobre la industria, el
comercio y los transportes, al tiempo que
diversificó sus intereses con la actuación de
sus multinacionales y proyectos de carácter
global entre los que se encuentran: La cons-
trucción del Canal de Suez en 1869, el Canal
de Panamá y la exportación de capital a los
países del tercer mundo, bajo la forma de la
inversión productiva y de préstamo. Su polí-
tica exterior se empezó a concentrar en una
propagación del capitalismo industrial y
financiero, que conllevó el emprendimiento
de expediciones de intervención y persua-
sión que terminaron entre otros con el
modelo semifeudal japonés (Reyes, 2004).
Periodistas como W. T. Stead hablaban en
1902 de la americanización del mundo,
mientras que el Káiser Guillermo y otros
líderes europeos, señalaban la necesidad
imperante de establecer un frente común en
contra del desleal coloso comercial al otro
lado del Atlántico (Kennedy, 2006). Poder
industrial y comercio global agresivo se
combinaron con una actividad diplomática
mucho más intensa semejante a la Welpolitik
alemana, que rodeaba a Norteamérica de un
aura moral que la distinguía de todos los
pueblos de la Tierra y otorgaba a su política
exterior una condición superior a la europea.
Así mismo, argumentos extraídos del social-
darwinismo y teorías raciales, apoyaban sus
intervenciones en países a los que considera-
ba bárbaros que podía y aun debía civilizar.
Uno de los primeros desafíos estadouniden-
ses al imperialismo europeo fue la Guerra
Hispano-estadounidense en 1898, cuyas
consecuencias abarcaron el fin de la España
Imperial con la perdida de Cuba, Puerto
Rico y Filipinas y la perturbación de las
relaciones interamericanas, a causa de un
viro en la percepción de los países latinoa-
mericanos hacia el titán del norte al que
consideraban imparable.
Ahora no se le daba el carácter de hermano
mayor protector, al observar en su poderío
una amenaza latente para las soberanías
nacionales del continente. Aun así, este
hecho no bastaría para ascender a EE.UU. al
nivel de potencia mundial, por lo que habría
que esperar a su entrada en la Primera
Guerra Mundial para confirmar la consolida-
ción del país en una potencia no solo econó-
mica sino también militar, capaz de enfren-
tar a los antiguos poderes imperialistas.
Con respecto a su otrora metrópolis, las
contramedidas más importantes de Estados
Unidos consistieron en generar lo que se dio
en llamar Doctrina Monroe y Destino Mani-
fiesto, en un intento de reemplazar la pax
británica y su imperialismo liberal basado en
el control de las rutas de comercio maríti-
mas, por una hegemonía continental a la
americana (Lorusso, 2007). Para Alain Rou-
quié, en su libro “América latina: introduc-
ción al extremo occidente” (Rouquié 1989),
la relación entre Estados Unidos y América
Latina, encarnó el ocaso del mundo liberal
pero también de la hegemonía británica, al
permitir a la creciente nación convertir al
Caribe en su patio trasero con los enormes
beneficios que esto había significado para
las potencias coloniales de Europa durante
siglos.
La instauración de una especie de mare
nostrum similar al Mediterráneo, otorgó un
comercio casi exclusivo a Estados Unidos
con un continente completo y reforzó sus
ideas de excepcionalidad y destino. Igual-
mente su expansión por el Pacifico culminó
de forma exitosa cuando se garantizó la polí-
tica de Puerta Abierta en China, aunada al
corolario de Theodore Roosevelt de la políti-
ca del “gran garrote”, usada para justificar
ideológicamente la intervención norteameri-
cana en América Latina. Modelo que se
combinaba con la “diplomacia del dólar”,
con la cual el gobierno asumió la responsa-
bilidad de proteger las compañías que opera-
ban en el extranjero, y ejerció un escrupulo-
so control sobre los gobiernos americanos
financieramente “irresponsables”.
Por estas razones, Estados Unidos se dirigía
a paso firme a convertirse junto con Japón en
una de las grandes potencias extraeuropeas
emergentes a comienzos del siglo XX, pues
mientras el sistema europeo se hacía cada
vez más global la preponderancia internacio-
nal de sus países decaía o era enfrentada por
nuevas fuerzas en acenso.
Con todo, considerando la posición de Nor-
teamérica desde un punto de vista políti-
co-estratégico, su presencia estaba muy
reducida al continente americano y a ciertas
posiciones en el Pacífico que aún no dejaban
ver la importancia arrolladora que tendría en
el futuro (Islas Hawái y el archipiélago
filipino, adquiridos ambos en 1898).
Primera Guerra Mundial, Estados
Unidos una potencia a tener en cuenta
La Primera Guerra Mundial fue un aconteci-
miento histórico sin precedentes en la histo-
ria de la humanidad, que marcó el inicio de
una nueva forma de concebir la política y
diplomacia internacional al derribar los
últimos cimientos que mantenían erguidas a
las entidades políticas de Antigua Régimen.
En el transcurso de cuatro años y medio
sangrientos, las pérdidas humanas y econó-
micas habían superado las que anteriormente
se produjeron en las constantes luchas por la
soberanía en Europa. Ocho millones de
hombres muertos, siete millones con incapa-
cidades permanentes y quince con heridas de
distintos niveles de gravedad, generaban un
panorama escalofriante para unas naciones
arruinadas por el esfuerzo de guerra (Ken-
nedy 2006:432).
Situación agravada por los severos daños a
sus infraestructuras civiles, viales e indus-
triales, además del endeudamiento excesivo
con potencias extranjeras que proporciona-
ron el capital que movilizó a sociedades
enteras a tierra de nadie. Al concluir, la
guerra había costado al Viejo Continente
unos 260 mil millones de dólares, que según
expertos equivaldría a “casi seis veces y
media la suma de todas las deudas naciona-
les acumuladas en el mundo desde final del
siglo XVIII hasta la víspera de la Primera
Guerra Mundial” (Kennedy 2006:432).
¿Pero cómo se iba a pagar esta desmesurada
cantidad de deuda?, cuestión más que com-
plicada si se tiene en cuenta que la produc-
ción manufacturera mundial, había decreci-
do a un tercio de lo que era antes de la Gran
Guerra. Países como la Unión Soviética
contaban con tan solo un 13 % de su capaci-
dad industrial preliminar; mientras que
Alemania, Francia, Bélgica o la mayoría de
Europa del Este conservaban el 30 % (Ken-
nedy 2006:433).
No obstante, a pesar de la deprimente expo-
sición de datos arrojados, la guerra siempre
tiene una doble cara en donde el declive de
unos se traduce en el beneficio de otros. En
términos políticos y económicos, muchas
naciones alrededor del mundo obtuvieron
grandes réditos del comercio y la influencia
que significaba la dependencia de Europa a
las mercancías y capitales extranjeros.
Aquellas naciones cuyo auge tecnológico se
encontraba mejor posicionado dispararon su
industria a niveles inusitados, atendiendo a
la inacabable necesidad de bienes que impli-
có el conflicto y la reconstrucción del conti-
nente. Estados Unidos, Canadá, Australia,
Sudáfrica, India y partes de América del Sur,
observaron sus economías crecer acelerada-
mente por la demanda de mercancía de los
vencidos y victoriosos de una guerra de
desgaste, siendo la consecuencia más marca-
da para Europa el traslado de las fuentes de
hegemonía (industria, comercio y centros
financieros) a potencias emergentes.
La aparición de la Sociedad de Naciones fue
otra de las innovaciones vitales para enten-
der el periodo de entre guerras, en su seno se
confió la resolución pacífica de los conflic-
tos entre las grandes potencias en el futuro.
Sin embargo, el aislacionismo de los Estados
Unidos, la infravaloración de los japoneses,
la negativa de Francia de aceptar a Alemania
en esta instancia internacional y el caos en la
Unión Soviética, redujeron sus esfuerzos a
un ir y venir de los intereses anglo-franceses
que no siempre eran concordantes. Contexto
que de manera artificial permitía pensar que
el centro del mundo aun giraba alrededor de
Europa, pero que no podía ocultar el hecho
de que Estados Unidos desempeñaba un rol
determinante en cualquier decisión de carác-
ter planetario.
En paralelo con las alianzas militares se
intensificó una ardua diplomacia financiera,
tendiente a solucionar las complejas dinámi-
cas derivadas de las compensaciones de
guerra y las deudas nacionales de todos los
países implicados en la guerra. El protago-
nista de esta actividad diplomática sin duda
fue Estados Unidos, quien para 1918 se
había convertido en el mayor prestamista
mundial y que ahora deseaba recuperar su
dinero.
Compromisos financieros como el plan
Dawes en 1924, Locanto en 1925 o Young
en 1929, intentaron mitigar el descontento y
la inestabilidad que trajo consigo la deuda
externa, pero no detuvieron la degradación
de la vida cotidiana que sufrieron las masas
europeas y que permitió el ascenso de
corrientes fascistas y nacionalistas en la
entre guerra. Con el fin de las hostilidades y
la progresiva reconstrucción de la vida civil
y productiva, se presentó un problema aún
más importante que el declive de la produc-
ción europea.
Ahora, sectores competitivos como los
astilleros, la agricultura o los bienes manu-
facturados, se encontraban con un exceso de
oferta tras la recuperación de algunos secto-
res económicos en Europa. En un momento
dado, hubo demasiados amarraderos navales
con respecto a la demanda requerida, el
acero sufría reducciones dramáticas en su
precio y la agricultura se direccionaba a una
competencia de precios que le haría perder
cualquier beneficio considerable.
Es crucial hacer referencia a estos problemas
económicos, porque muy rápidamente se
convirtieron en problemas políticos de una
complejidad nunca antes vista. A excepción
de Gran Bretaña y Estados Unidos todos los
países implicados en la conflagración, recu-
rrieron a la deuda en vez de a los impuestos
para financiar la guerra, creyendo que sería
el perdedor quien asumiría la totalidad de los
créditos más los costos de reconstrucción,
como le había sucedido a Francia en 1871.
Aun con su tendencia al aislacionismo, es
innegable que las finanzas del mundo se
habían desplazado de forma natural a Esta-
dos Unidos entre 1914 y 1919, a causa del
formidable aumento de la deuda internacio-
nal que posicionó a este país como el más
grande acreedor del planeta. Argumento que
quedó comprobado con el crack del 29 y la
crisis del Wall Street, donde los préstamos
norteamericanos se redujeron al mínimo
desencadenando una quiebra masiva vincu-
lada con la falta de capital que degeneró en
un decrecimiento de la inversión y el consu-
mo.
Menos demanda en los países industrializa-
dos significó una desgracia para los produc-
tores de materias primas, quienes intentaron
aumentar la oferta para rebajar los precios,
haciendo imposible equilibrar los costos
entre bienes primarios y manufacturados,
privando a los países menos desarrollados de
la posibilidad de adquirir estas costosas mer-
cancías. Evento que demostró que cualquier
suceso dentro de Estados Unidos repercuti-
ría en todos los rincones del planeta.
Una política internacional a la estadouni-
dense - Wilson y sus catorce puntos
Llegada la Primera Guerra Mundial el presi-
dente Wilson retomó el aura de excepciona-
lismo moral estadounidense, adjudicando
los males de Europa a su política de equili-
brio de poder implementada desde hace
siglos, inculcando la firme creencia de que
Estados Unidos estaba encargado de promo-
ver valores que demostraran la posibilidad
de otras vías para la resolución de conflictos
internacionales
Al ser acreedor y sostén de la economía
europea, Estados Unidos poseía una capaci-
dad de intervención enorme, pero debido a la
tradición de no inmiscuirse en los asuntos
europeos optó por practicar su poder solo en
ocasiones excepcionales. No obstante, los
peligros de una Tercera Guerra Mundial o la
expansión desmesurada del comunismo,
provocaron más tarde que su política se
direccionase hacia una función tutelar del
mundo, que lo posicionó como una de las
dos superpotencias emergidas después de
1945.
La guerra demostró que Estados Unidos
podría seguir sus propios planes con inde-
pendencia de lo que pensaran sus principales
aliados, asunto que quedó plasmado en el
discurso de enero de 1918 cuando el presi-
dente Wilson hizo públicos sus catorce
puntos. En general, seis de los puntos conte-
nían criterios ideológicos o morales propios
de los estadounidenses, siendo los más
importantes la condena de la diplomacia
secreta, libertad de navegación, igualdad de
oportunidades para todos los países en el
comercio internacional, reducción de arma-
mentos, derecho a la autodeterminación y la
creación de una liga de naciones que garanti-
zase la seguridad colectiva.
Su concepto de Liga de las Naciones era el
de una organización que actuase como una
“fuerza moral organizada de los hombres a
lo largo y ancho del mundo” (Jiménez
2006:126). Pero la meta de Wilson no se
cumpliría al menos en relación con la parti-
cipación de los Estados Unidos en la Socie-
dad de Naciones o el Tratado de Versalles,
de los cuales el país se retiró en 1920 recha-
zando las limitaciones y planes que estos
decretasen. Ahora bien, para no perder de
forma absoluta su presencia internacional se
enfatizó en amplios programas de coopera-
ción y expansión cultural, que imprimieron
una inaugural oleada de fuerte americaniza-
ción.
Aun así, el aislacionismo no pudo ser mante-
nido durante mucho tiempo debido a las
crecientes tenciones en Medio Oriente,
Alemania, el sur de África y Europa del
Este, que implantaban cada vez más en la
mente de los dirigentes estadounidenses la
creencia de que los europeos no eran capa-
ces de mantener la paz por sí mismos.
Sin importar el limitado alcance de la parti-
cipación de Estados Unidos en el ámbito
internacional después de la Primera Guerra
Mundial, este periodo significó un punto de
inflexión en el cual se perfiló a sí mismo
como el encargado de defender y expandir
por el mundo los ideales que habían cons-
truido a lo largo de su consolidación nacio-
nal.
En este orden de ideas, la transición de Esta-
dos Unidos a la Segunda Guerra Mundial
estuvo enmarcada por el debate entre aisla-
cionistas e intervencionistas. Los primeros
abogaban por mantenerse al margen de todo
asunto extracontinental, valiéndose de la
gigantesca distancia oceánica que separa a
América de cualquier enemigo potencial.
En contraposición los segundos veían la
participación en los asuntos internacionales
y en especial en las relaciones de poder,
como la mejor manera de mantener los
logros conseguidos en Latinoamérica y el
Caribe, afianzando su condición de potencia
regional y evitando cualquier injerencia
extranjera procedente de Europa o Asia.
Hegemonía y expansión económica Nor-
teamericana en Latinoamérica
Finalizada la Guerra Civil norteamericana
en los años comprendidos entre 1865-1914,
Estados Unidos atestiguó un incremento
inusitado en su producción hasta 1929, la
cual superó por mucho el de las mayores
potencias industriales del mundo y convir-
tiéndose en la primera potencia de este tipo.
Un despliegue económico sin parangón trajo
consigo la necesidad de explotar recursos
naturales aceleradamente, teniendo que
recurrir a otros países para abastecerse de lo
que el suelo propio no podía proveer. Se
inició entonces, una carrera desbordada por
ampliar los mercados internacionales a
disposición, por lo que una avalancha de
empresarios norteamericanos se dirigió a
diferentes partes del mundo y en especial a
Latinoamérica.
Hábilmente las intervenciones de Estados
Unidos en América Latina durante el siglo
XX, se justificaron en una ampliación de la
doctrina Monroe a través del corolario Roo-
sevelt, que legitimaba una agresiva política
de control de lo que consideraba su esfera de
influencia natural. La inestabilidad de los
países del Sur del continente era uno de los
aspectos más perseguidos por los estadouni-
denses, que veían en la actitud revoluciona-
ria de la América Latina un serio peligro.
Esto quedó patente en 1901 luego de la
Guerra Hispano-Estadounidense que
concluyó con la independencia cubana de
España, donde se produjo una enorme
presión por parte del gobierno de los Estados
Unidos, que se negó a retirar sus topas hasta
firmar un tratado que asegurara sus intereses
y que se vio reflejado en la llamada Enmien-
da Platt que se insertó en la constitución de
Cuba. En ella, los norteamericanos se adju-
dicaban el derecho de intervenir en los asun-
tos cubanos cada vez que estimara conve-
niente, junto al arrendamiento a perpetuidad
de un pedazo de su territorio para el uso de la
Marina de Guerra estadounidense (la Base
Naval de Guantánamo) (Muñoz 2001).
Una vez controlados los mares, el siguiente
paso consistió en vigilar la importación y
exportación de productos al continente, con
miras a desalojar el capital británico del
territorio americano. Así, en un discurso
pronunciado en Nueva York en el año 1900,
el próximamente presidente estadounidense
Theodore Roosevelt, utilizaría una expre-
sión que representaría toda una época de las
relaciones con Sur América: “Habla suave, y
lleva un gran garrote”.
Actividades económicas como la explota-
ción petrolera tomaron una preminencia
especial en la política exterior, a tal punto
que el presidente Harding en 1920 aseverase
que: "llegará el día en que la hegemonía
mundial pertenezca a la nación que posea
petróleo y sus derivados" (Quevedo
1996:347). En paralelo a estas declaracio-
nes, John D. Rockefeller (1839-1937)
consolidaba el más grande trust petrolero del
mundo, la Standard Oil Company, dominan-
do la comercialización del petróleo, las com-
pañías ferrocarrileras y trasportadoras
terrestres encargadas de distribuir el crudo,
monopolizando el 95% del mercado mun-
dial (Quevedo 1996:347).
Ahora bien, la expansión internacional de
estas empresas traía consigo el problema de
asegurar sus intereses, en países cuyo común
denominador era la inestabilidad política o
que poseían niveles abismales de inconfor-
midad producto de la actividad de las multi-
nacionales. Po lo que en los años treinta y
cuarenta cuando Europa se precipitaba a una
nueva guerra, ciertos sectores del gobierno y
la industria norteamericana optaron por una
nueva relación con los países del continente,
basada en un multilateralismo respaldado
por la Sociedad de Naciones.
Con esto, se intentó establecer una dinámica
de relaciones triangulares con los gobiernos
latinoamericanos y los organismos técnicos
de la Sociedad de Naciones, que reconciliara
hegemonía regional y multilateralismo. De
modo que se reconfiguró el intervencionis-
mo en la zona, dotándolo de una cara amable
según la política del Buen Vecino de Roose-
velt donde se contemplaba una visión de
orden global y no sólo un anhelo de hegemo-
nía en el hemisferio occidental. Lo que en
otras palabras buscó concretar los postula-
dos wilsonianios de moldear el gobierno del
mundo siguiendo el modelo estadounidense.
Este giro en las relaciones con Estados
Unidos dio mayor participación a los países
latinoamericanos en las políticas continenta-
les, pero este cambio en su política exterior
no respondía solo a normalizar los vínculos
con los demás Estados, sino que se concebía
como un amplio ensayo que le permitiría a
Estados Unidos obtener la experiencia nece-
saria para liderar la reforma de una goberna-
bilidad global tras la Segunda Guerra Mun-
dial.
En cierto modo, podría decirse que la rein-
vención de la Sociedad de Naciones dirigida
a establecer un nuevo orden internacional
que rigiera después de la segunda posguerra,
se emprendió primeramente en América
Latina al convencerla de la legitimidad y
beneficios de las instituciones internaciona-
les. Tarea que se llevó a cabo a través de
proyectos de sanidad, educación, financia-
ción, control de plagas y epidemias, entre
otras labores sociales encabezadas por la
Fundación Rockefeller, la Organización de
Salud de la Sociedad de Naciones y los
gobiernos latinoamericanos (Román 2015).
No hay que subestimar los alcances de este
cambio, pues hasta entonces las relaciones
entre Estados Unidos y Latinoamérica se
basaban en la desconfianza, la agresividad y
la intervención financiera. A partir de 1920,
la diplomacia tomó matices mucho más
complejos debido a que el comercio de
materias primas se había vuelto inestable,
cuestión que se combinó con el hecho de que
Estados Unidos se convirtió en el principal
socio comercial de la región, aglomerando el
34% de las exportaciones y el 38% de las
importaciones en 1929 (Román 2015:5).
El capital Europeo en América Latina había
caído vertiginosamente desde la Primera
Guerra Mundial al punto de cesar en la
década de 1920, mientras las inversiones
norteamericanas se multiplicaron. Prueba de
esto es que entre 1913 y 1926, las inversio-
nes estadounidenses pasaron de “1.276
millones de dólares a 5.370” (Román
2015:5).
Dicho periodo estuvo acompañado de la
diplomacia del dólar, donde se presentaron
fluctuaciones de bonanzas acompañadas de
episodios de corrupción y sobornos. La
hegemonía económica se evidenció en la
influencia de Estados Unidos a la hora de
elaborar políticas financieras, pues de no ser
aceptadas las condiciones ofrecidas seria
negada toda petición de financiación para
los gobiernos latinoamericanos, aumentando
su dependencia económica pero insertándo-
los en el sistema internacional.
CONCLUSIONES
Las relaciones entre Estados Unidos y Amé-
rica Latina, han evolucionado conforme el
sistema mundial ha modificado las formas
en que los países entablan y resuelven sus
intereses, interacciones y diferencias. Por
esta razón, habría que comenzar a realizar
análisis que no se reduzcan a interpretacio-
nes antimperialistas que limiten el área de
indagación a ciertas problemáticas, que si
bien son de vital importancia, no contienen
la totalidad de la verdad o constriñen la
visión acerca de la construcción de una
geopolítica latinoamericana.
Es importante resaltar que las negociaciones
entre las potencias y los países en vía de
desarrollo, han pasado en los últimos años
por una dinámica de consenso que responde
a ciertos valores morales, políticos, econó-
micos y culturales, introducidos en una
normativa estructural que permite establecer
cierto equilibrio de compromisos.
Progresivamente se han implementado una
especie de reglas de juego que condicionan
la acción hegemónica, obligándola a buscar
alternativas de negociación que ofrecen
cierto espacio de acción a las demás nacio-
nes. La nueva hegemonía se podría explicar
en términos de una combinación de fuerza y
consenso, pudiendo adquirir grados varia-
bles de dominio conforme se encadenen
coincidencias de intereses o principios bási-
cos mutuos.
En este sentido, todo país necesita entablar
relaciones con el mundo para asegurar su
prosperidad y seguridad, cuestión que toma
protagonismo cuando la política exterior
actúa o reacciona frente a estímulos o ame-
nazas, momento en que la potencia hegemó-
nica podría presionar a sus Estados subordi-
nados para movilizarse de acuerdo a la situa-
ción. No obstante, esta cooperación implica
que dichas naciones tendrían un papel espe-
cífico dentro de la política internacional y
podrían exigir beneficios relativos a la
misma (García 1993).
Por lo tanto la hegemonía se manifiesta no
solo en las relaciones de poder entre un
Estado todopoderoso y otro débil, cuya prin-
cipal característica es estar parcial o total-
mente subordinado a los intereses del prime-
ro, sino en una diplomacia dentro de la que
otros pueblos pueden mediar las intenciones
de las potencias a través de los organismos
del sistema político internacional donde
pueden denunciar y hasta frenar los abusos
cometidos.
Por otra parte, si este recurso no resulta ser
suficiente la libre asociación con otra poten-
cia, es siempre una opción para modificar la
política exterior de un país que sea hábil
para aprovechar sus riquezas e importancia
estratégica. La autonomía no puede ser
traducida como aislacionismo en el mundo
moderno, pero al mismo tiempo la hegemo-
nía tendría que reconceptualizarse para
adaptarla al cambio constante que se produ-
ce en las formas y conceptos que rigen la
política internacional.
El hecho de que Estados Unidos mantuviera
durante tantos años un aislacionismo relati-
vo mientras consolidaba su dominio sobre el
continente Americano, demuestra que tal
como lo dice Gasset en su libro “España
Invertebrada” (2006), cualquier política que
se dirija solo hacia el interior es una política
de poca monta, al no entender que es el desa-
rrollo que un país tenga a nivel internacio-
nal, lo que determina el alcance que este
tendrá para implantar y sustentar por ejem-
plo un estado de bienestar sostenible.
América Latina fue uno de los primeros
escenarios donde las instancias internacio-
nales extendieron su influencia, trayendo
consigo diferentes niveles de beneficios y
desventajas producto no solo de la ambición
extranjera, sino de la incapacidad de los
gobiernos de elaborar fuertes bloques nego-
ciadores, tendientes a participar de las
instancias internacionales en una mejor
posición.
En perspectiva, casi todos los países euro-
peos y asiáticos sufrieron de igual manera el
peso de la hegemonía, la deuda, el interven-
cionismo y el imperialismo de alguna poten-
cia. Basta observar las cifras acerca de la
deuda contraída con Estados Unidos por
parte de Francia, Alemania, Japón, etc., sin
embargo, muchos de estos países se encuen-
tran hoy en condiciones materiales y econó-
micas favorables, debido a su capacidad de
adaptación e inserción en la política y
economía internacional.